Cuando inicié en el oficio de defender los intereses de los profesionales de la salud en juzgados y tribunales pude escuchar alguna vez, en medio de unos alegatos de conclusión, que el acto médico, y dijera yo, el acto profesional, es el encuentro de una confianza con una conciencia.
En ese momento, apenas iniciando, lejos estaba de reconocer que aquella frase, además de ser una de las primeras que habría de escuchar entre audiencias y recesos, iba a ser de las más importantes de lo que llevo litigando en defensa del talento humano en salud, en la medida en que tempranamente pude alcanzar una comprensión sintética de un concepto complejo y, a veces ambiguo, como lo es la humanización de los servicios de salud.
Esa frase, sin duda, denota lo que hay de fondo en el encuentro del paciente con el profesional de la salud, y es que por más tecnicismos que le agreguemos a la interacción, o por más leyes, resoluciones y decretos que pretendan regularlo, ese encuentro es esencialmente un encuentro humano, uno gobernado por la incertidumbre inescindible a los procesos de enfermedad y muerte.
Por un lado siempre estará la confianza del paciente, quien pone en manos de otro la salud y la vida que está siendo inminente o potencialmente amenazada, y por el otro, el profesional, quien sabe, o debería saber, que debe hacer todo lo que esté a su alcance para no defraudar la confianza en él depositada.
Pues bien, a eso, aparentemente simple, termina reduciéndose todo: a entender que cada vez que cruzamos una palabra nos encontramos en medio de un solemne encuentro entre una confianza y una conciencia, y que en este encuentro hay siempre una promesa implícita, la promesa de tratarnos como humanos, de que quien sabe empatice con quien sufre para mitigar su incertidumbre.
Por eso no es de extrañar que cada vez que por cualquier causa se rompe esa promesa se genere un conflicto que puede poner fin a la otrora relación de confianza cimentada durante el tránsito de la enfermedad; y como en cada final, hay, por supuesto, un doliente que legítimamente querrá vindicar la ofensa inherente al quebrantamiento de la promesa implícita.
Como la humanidad ha encontrado la manera de canalizar civilizadamente los conflictos, la vindicación de la ofensa ha dejado de ser un combate físico y se ha convertido en un combate argumental que reglado por leyes de procedimiento se conoce como juicio.
Por eso, no dudo en señalar que, así como antes de la estructuración de las reglas del procedimiento la emoción provocada por la ofensa llevaba a las personas a desenfundar la espada, hoy, la emoción generada por la ofensa lleva a las personas a radicar quejas, reclamos y denuncias, unas veces con razón y otras sin ella.
Y así, como al inicio, creo que el mecanismo mas eficaz para evitar el duelo del juicio, es recordar siempre que el acto profesional es el encuentro de una conciencia con una confianza, y que en ese encuentro predomina la promesa implícita de empatizar con la angustia, o como lo dijera Kierkegaard, la conciencia de la posibilidad, que siempre ha acompañado, y acompañará los procesos de enfermedad y muerte.
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