“Este es un homenaje póstumo que la Sociedad Colombiana de Anestesiología y Reanimación, S.C.A.R.E., realiza al Dr. Rosendo Cáceres Durán; uno de los pioneros de la anestesiología. Hoy lo recordamos con mucho respeto, convencidos de que su legado perdurará”
Inicié mis estudios de bachillerato en el Colegio San Luis Gonzaga de Chinácota, Norte de Santander, en 1943, y culminé mis últimos años de estudios en el Colegio Sagrado Corazón de Cúcuta, donde me gradué en 1948. Posteriormente, ingresé a la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, donde obtuve mi título el 18 de diciembre de 1954.
La ceremonia de graduación se celebró en el Estadio Alfonso López Pumarejo de la Ciudad Universitaria, dado que el Paraninfo no tenía la capacidad suficiente para todos los graduandos. Recibí mi diploma de manos del primer Obispo cucuteño, Monseñor Luis Pérez Hernández, quien solía decir: “Qué bueno haber nacido en Cúcuta, vivir en Cúcuta y morir en ella”.
En 1955, realicé el internado en el Hospital San Juan de Dios de Cúcuta. Durante 1956 y parte de 1957, trabajé como médico rural en Salazar de las Palmas, donde conocí a Anita, quien sería la madre de mis cinco hijos.

En el campo de la anestesia, hasta febrero de 1953, esta se administraba por religiosas entrenadas en los hospitales San Juan de Dios «La Hortúa» y San José de Bogotá, así como en San Vicente de Paul de Medellín. Recuerdo con gratitud al Dr. Pablo E. Casas, a quien considero el mejor cirujano de la época, quien me aconsejó dedicarme a la anestesia. Un domingo, tras salir de misa en la capilla del hospital, me mostró la máquina de anestesia «Mackensson» y me recomendó revisar siempre las conexiones de las mangueras para evitar tragedias. Este consejo lo seguí durante toda mi carrera.
A partir de septiembre de 1957, me vinculé ad honorem al Servicio de Cirugía del Hospital San Juan de Dios de Cúcuta. Gracias al Dr. Carlos Celis Carrillo, el jefe del Servicio de Anestesiología y en ese momento el único médico anestesiólogo en Norte de Santander, tuve la oportunidad de aprender la práctica de la anestesiología. El Dr. Celis Carrillo me transmitió sus conocimientos con generosidad y afecto, sin reservas ni envidias. Considero un verdadero privilegio haberlo tenido como colega, amigo y maestro. Al decidir especializarme en anestesia, cada año destinaba una semana para visitar hospitales en Bogotá, lo que me permitió establecer amistad con destacados profesores y conocer las salas de cirugía de instituciones como San Juan de Dios «La Hortúa», La Misericordia, La Samaritana, San José, San Ignacio, el Instituto Franklin Delano Roosevelt, el Hospital Militar y las clínicas Marly, Country y Barraquer.
Algunos de los médicos que influyeron en mi formación fueron los doctores José María Silva Gómez, Eduardo García, Jaime Herrera Pontón, Fabio Villalobos Rey, Nacianceno Valencia, Marceliano Arrazola, Jairo Restrepo, Luis H. Cerezo, Bernardo Ocampo Trujillo, Roberto Nel Peláez, Arnobio Vanegas, Alberto Vanegas y Jorge Colmenares Espinoza, entre otros.
Comencé administrando éter dietílico con la máscara de Ombredanne para adultos y la máscara de Yankauer para niños. Para la analgesia durante el periodo expulsivo y los legrados, utilizaba la máscara de Trilene. Más adelante, aprendí a manejar la máquina Mackensson, suministrando ciclopropano y éter; usaba pentotal para la inducción, así como succinilcolina y tucurín para la intubación orotraqueal.
La relajación muscular era un reto, ya que el uso de relajantes era poco frecuente. Para evitar perforar las asas intestinales al cerrar el peritoneo, se introducía una lengüeta de cuero en la cavidad abdominal, una técnica similar a la utilizada para inflar balones de fútbol. La anestesia regional, principalmente la raquídea, era aplicada por el mismo cirujano.
En esa época no contábamos con monitores; el pulso se palpaba manualmente, y la oxigenación del paciente se evaluaba observando el color de su sangre o los dedos. Si la sangre era muy oscura o el paciente presentaba cianosis, eso indicaba un problema. Para controlar la respiración, colocábamos un trozo de algodón en la fosa nasal: si se movía, el paciente respiraba; si no, se encontraban en apnea, lo que llamábamos nuestro «capnógrafo» de la época.
Si un paciente bostezaba, el Dr. Mario E Mejía Díaz decía “el enfermo se salvó” porque no presentaba espasmo laríngeo, lo cual en ese tiempo era sinónimo de muerte.
Mi trayectoria como anestesiólogo

Mi trayectoria comenzó a tomar forma en 1958, cuando, junto al Dr. Jorge Cruz y por invitación del Dr. Carlos Celis Carrillo, fundamos la Sociedad Nortesantandereana de Anestesiología. Este fue un paso fundamental para fortalecer la solidaridad gremial en nuestra región.
En 1960, se unió a nosotros el Dr. Manuel Antonio Ruan Guerrero, quien había realizado su especialización en anestesia en el Hospital San José de Bogotá. Durante la velación de su padre, en medio de su dolor personal, Manuel Antonio nos propuso solicitar la sede del próximo Congreso Colombiano de Anestesiología. Siguiendo su iniciativa, hicimos la solicitud y fuimos seleccionados.
Del 28 de mayo al 2 de junio de 1962, apoyados por la Sociedad Colombiana de Anestesiología y Reanimación, S.C.A.R.E., organizamos el IV Congreso y la VI Convención Nacional de Anestesiología. Para esta convención traje de Caracas, Venezuela al Dr. Juan Marín quien se había desligado un poco de Colombia. Este evento revitalizó la S.C.A.R.E. y logró avances significativos para nuestra profesión. Manuel Antonio, un pensador nato y hábil en relaciones públicas, fue clave en la aprobación de “La Carta de Tonchalá”, que establecía que, si una sociedad enfrentaba problemas, ningún miembro de otra sociedad podía aceptar trabajos allí. Además, popularizó la frase: “Por la SNARE, con la SNARE con la razón o sin ella”.
Con el fin de regular el ejercicio de las especialidades, el Gobierno Nacional a través de ASCOFAME, implementó un puntaje por cada año de experiencia y un examen de convalidación. Gracias a estos esfuerzos, obtuve el título 119 de médico anestesiólogo el 9 de julio de 1964.
En esos años, los anestésicos generales más utilizados eran el ciclopropano y el éter dietílico, ambos con limitaciones importantes y altamente inflamables, lo que limitaba considerablemente el uso del electrobisturí por parte de los cirujanos. Sin embargo, en 1963, llegó a Cúcuta el halotano, un anestésico no inflamable, de acción rápida y seguro, que permitió el uso del electrobisturí sin riesgos. Recuerdo con especial cariño una anécdota relacionada con mi primer uso del halotano.
Con una muestra que me obsequiaron, administré este anestésico a una niña de tres años durante una sutura facial. La induje en las rodillas de su madre, y emocionada, su madre me dijo: “¡La niña ya habla!”, instando a su hija a que se dirigiera a mí. En medio del proceso, la niña, bajo los efectos del halotano, me miró de reojo y exclamó… una palabra inesperadamente contundente.
Esta anécdota, grabada en video, fue presentada en el Congreso Colombiano de Anestesiología en Cartagena, con motivo de la celebración de los 50 años de la S.C.A.R.E. Con el tiempo, el halotano reemplazó al éter dietílico y al ciclopropano, convirtiéndose en el anestésico de elección en pediatría hasta la llegada del sevoflurano en el año 2000.
Es importante señalar que el éter fue utilizado por primera vez por Morton el 16 de octubre de 1846, una fecha que se eligió para celebrar anualmente el Día del Anestesiólogo. En 1965, este año significativo marcó también el último uso del éter en Cúcuta. A lo largo de mi carrera, fui testigo de la llegada de nuevos anestésicos: metoxifluorano en 1965, enfluorano en 1970, isoflurano en 1990, sevofluorano en 2000 y desfluorano en 2010, aunque no tuve muchas oportunidades de utilizar este último. Cada nuevo anestésico representó avances significativos en términos de seguridad y eficacia.
Mi experiencia también me enseñó que los cirujanos eran muy celosos con sus pacientes y que el anestesiólogo no podía formular tratamientos en la habitación del hospital. Además, el tema de los honorarios ha sido siempre un dolor de cabeza para nuestra especialidad.
Momentos inolvidables en mi vida como anestesiólogo

En 1965, dos experiencias marcaron profundamente mi práctica en cuanto a la seguridad anestésica. La primera ocurrió durante una cirugía de hernia inguinal en un niño. Tras administrarle anestesia general, el cirujano, al no recordar cuál era el lado a intervenir, decidí despertar al paciente para que, al llorar y pujar, se evidenciara la hernia y así identificar el lado correcto.
El segundo caso sucedió durante una cirugía de alargamiento del tendón de Aquiles. Después de iniciar la operación bajo anestesia general, el cirujano advirtió que había intervenido el lado equivocado. A pesar del error, el cirujano cerró la incisión y procedió a operar el lado correcto. Curiosamente, los familiares agradecieron al médico, pensando que había tenido la intención de operar de una vez ambos pies, “el bueno y el malo”. Esta experiencia me llevó a implementar un riguroso sistema de verificación de la lateralidad de los procedimientos.
Desde entonces, reviso los reportes y consulto al paciente antes de la anestesia, además de marcar con esparadrapo la extremidad o el lado a intervenir, indicando “derecho” o “izquierdo”, para prevenir este tipo de errores.
En 1965, el Dr. Jorge Montañez Chacón se unió al Servicio de Anestesiología del Hospital San Juan de Dios de Bogotá. Más adelante, se incorporaron los Doctores Rodolfo Melo Zapata, Fanny Grazia, Ilse Hartman, José A. Velasco Pinto y Aldo Fuentes, entre otros, hasta alcanzar un equipo de 60 anestesiólogos que hoy ejercen en Cúcuta.
Una de las experiencias más impactantes de mi carrera ocurrió el viernes 26 de junio de 1974. Abordé un vuelo de Avianca con destino a Bogotá para asistir a la convención nacional de anestesia en Villavicencio. Diez minutos después de despegar del Aeropuerto Camilo Daza, tres hombres secuestraron la aeronave y la desviaron hacia La Habana, Cuba. Uno de los secuestradores repetía insistentemente: “No me importa mi vida, mucho menos la de nadie”.
Al llegar, las autoridades cubanas nos informaron que nuestra entrada era ilegal y nos trasladaron a un hotel donde permanecimos incomunicados mientras se gestionaba nuestra liberación. Al día siguiente, fuimos embarcados de regreso a Bogotá a las 11:00 a.m. Desde allí, continué mi viaje en taxi hacia Villavicencio, donde fui recibido con aplausos y muestras de afecto por parte de todos los asistentes a la convención.

En 1987, mi hijo Rosendo Alberto Cáceres Orozco, quien se graduó como médico anestesiólogo en la Universidad Javeriana, comenzó a trabajar en el Hospital Erasmo Meoz. Siempre ha estado comprometido con su formación continua, asistiendo a cursos de actualización y congresos, así como con la docencia para médicos, enfermeras y la comunidad en temas de reanimación cardiopulmonar. En 2024, mi nieto Juan Pablo Cáceres, también graduado en la Universidad Javeriana, retornó a Cúcuta después de completar su residencia en la Fundación Santa Fe de Bogotá, y está ad portas de empezar su formación en anestesia cardiovascular en Canáda.
Me enorgullece que tanto mi hijo Rosendo Alberto, como mi nieto Juan Pablo hayan continuado el legado familiar en el campo de la anestesiología.
Mi última anestesia
El miércoles santo 13 de abril de 2017, administré por última vez una anestesia, cerrando así un capítulo enriquecedor de mi vida profesional. Agradezco a Dios por permitirme ejercer con amor la anestesiología, una profesión que me ha brindado innumerables satisfacciones espirituales.

Cada día encuentro personas que me saludan con cariño, recordando que les administré anestesia a ellos o a sus familiares. Si bien no tengo deudas materiales, reconozco el alto costo personal de mi dedicación, que se ha reflejado en constantes ausencias debido a mi trabajo, especialmente cuando éramos solo cinco anestesiólogos encargados de atender a todos los habitantes de la ciudad. Este costo ha sido significativo para mi esposa Anita, mi mayor apoyo, y quien ha formado nuestro hogar junto a mis hijos: Rosendo Alberto, Sergio, Carlos José, María Eugenia y Ana María.
Y fruto de esa gran familia mis cinco nietos: Ángela María, María Juliana, Carlos José, Juan Pablo y Nicolás.
“El legado de un anestesiólogo que perdurará para la posteridad. Gracias Dr. Rosendo”