ISSN-e: 2745-1380

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La infodemia: el otro aniversario

Hoy, cuando la información (especialmente la relacionada con la ciencia) dejó de ser un privilegio, la gente está sedienta. La información da poder, sensación de control, explicaciones de bolsillo para tantas preguntas, y lo que puede llegar a ser más grave, para tomar decisiones. Una mezcla muy peligrosa que, en una situación de emergencia e incertidumbre, se convierte en una bomba de tiempo.

El primer año de la pandemia por la COVID-19 se convierte en un punto de inflexión, propicio para reflexionar, hacer balances, revisar aprendizajes y, por supuesto, plantear nuevos desafíos e intentar resolver preguntas pendientes.

En marzo de 2020 el virus apenas empezaba su propagación en nuestro país, y ni la comunidad científica ni la ciudadanía general alcanzaban a imaginar las dimensiones que alcanzaría esta pandemia en días y meses posteriores.

Sin embargo, antes de que la COVID-19 aterrizara en Colombia, ya en nuestros hogares se había anidado una epidemia paralela: la infodemia, que también está de aniversario y ha tenido protagonismo propio, e incluso, sus propias víctimas. Desde enero de 2020, ya veníamos siguiendo, día a día, lo que pasaba con la “misteriosa neumonía” identificada en una ciudad en la zona central de China: Wuhan, un sitio lejano, desconocido, que debimos buscar en el mapa y que, tal vez, nunca visitaremos, pero que permanecerá en nuestra memoria.

Una vez se prendieron las alarmas, empezamos a recibir altas dosis de información: por ejemplo, las primeras acciones de la Organización Mundial de la Salud, los avances sobre el genoma de este microorganismo y los nuevos datos acerca de la forma de transmisión del virus, entre otros. ¡Nos llegó más rápido la información, que la misma COVID-19!

Al conocer vertiginosamente, en tiempo real, lo que se vivía en países que nos aventajaban en número de casos, muertes e implementación de medidas, nos contagiamos rápidamente de miedo, incertidumbre y caos. El bombardeo de contenido, tanto confiable como falso, no ha cesado en este tránsito desafiante y ha sido el caldo de cultivo para variados y complejos fenómenos.

El 15 de febrero de 2020, casi un mes antes de declararse la pandemia, el director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, ya había advertido sobre este fenómeno, durante la Conferencia de Seguridad de Múnich, en la que afirmó que “no solo estamos enfrentando una epidemia, sino combatiendo una infodemia”. Con este término hacía referencia a la sobreabundancia de información, tanto rigurosa como falsa, que se da en el contexto de una epidemia.

Si bien, la COVID-19 no es la primera ni la última epidemia de la historia reciente —hace unos años habíamos pasado por la de influenza H1N1, la de zika, chikunguña y ébola—, sí es la primera pandemia en un mundo transformado digitalmente, interconectado, que se informa y se comunica por otros canales y de nuevas formas. Un mundo en el que la vida online influye en la offline.

A diferencia de esta coyuntura, en 1918, durante la gripe española, el trabajo de informar era arduo. En países como Estados Unidos, los encargados de llevar, puerta a puerta, la información sobre prevención eran los Boy Scouts, los trabajadores postales y los maestros que se habían quedado sin trabajo a causa de la pandemia. Y aunque ya existían las noticias falsas, que nos han acompañado a lo largo de la historia en brotes y otros temas de salud pública, no tenían el volumen ni la velocidad con que se propagan actualmente. Tristemente, se ha comprobado, que las llamadas noticias falsas, la desinformación e información errónea se difunden más rápido que los contenidos veraces, a lo cual debemos sumarle que los medios tradicionales, los digitales y la mensajería instantánea han creado un ambiente —más que propicio— para la sobreabundancia de información.

La faceta virtual de la pandemia

El tsunami informativo, en tiempos del nuevo coronavirus, es a todo nivel, basta con escribir COVID-19 en un buscador especializado como PubMed, para encontrar poco más de 106.000 resultados, un número que supera de lejos las publicaciones, por ejemplo, sobre VIH, que llegan a los 6.055[1]. No solo llama la atención la diferencia de 100.000 artículos más sobre COVID-19, también el tiempo durante el cual se produjeron: poco más de un año, en contraste con las décadas de investigación en VIH.

Y si nos trasladamos a un buscador no especializado como Google, la cosa no es diferente. Mientras que para COVID-19, en cuestión de segundos, se entregan 6.200 millones de resultados, para VIH, hay 43.800.0001. ¡Sí! Miles de millones de sitios con información sobre un solo tema, sin contar los contenidos en redes sociales, la mensajería instantánea o los medios tradicionales (televisión, radio y prensa). Todo, al alcance de la mano, 24 horas al día, 7 días a la semana.

«El mayor problema de la infodemia: ante la sobrecarga de información, las personas pueden tener dificultades a la hora de diferenciar qué es cierto y qué es falso. Y si escogen la ruta equivocada, sencillamente, la salud —e incluso la vida— se pone en peligro.»

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Semejante oferta, sin filtros de calidad ni de fuente, solo se puede comparar con la alta demanda. Hoy, cuando la información (especialmente la relacionada con la ciencia), dejó de ser un privilegio, la gente está sedienta. La información da poder, sensación de control, explicaciones de bolsillo para tantas preguntas, y lo que puede llegar a ser más grave, para tomar decisiones. Una mezcla muy peligrosa que, en una situación de emergencia e incertidumbre, se convierte en una bomba de tiempo.

He ahí el mayor problema de la infodemia: ante la sobrecarga de información, las personas pueden tener dificultades a la hora de diferenciar qué es cierto y qué es falso. Y si en ese dilema escogen la ruta equivocada, sencillamente, la salud —e incluso la vida— se pone en peligro.

Los casos hablan por sí solos: durante esta pandemia cientos de personas han tenido que ser hospitalizadas por consumir desinfectantes en la búsqueda de una cura para el virus. Otras han perdido la vida, como sucedió en Irán, donde varios individuos consumieron metanol, tras leer en redes sociales que era la solución para la COVID. Este es un problema subdiagnosticado y subestimado, y hasta ahora, hemos visto solo la punta del iceberg.

Vale aclarar que las consecuencias van más allá de la salud física y mental individual; la desinformación también afecta la salud pública, la confianza en las instituciones, en los trabajadores de la salud, en la ciencia. Tiene impacto negativo en la adherencia a las medidas preventivas, y, en definitiva, en la salida de la crisis.

Redes sociales: pulso entre la ciencia y las noticias falsas

Con respecto al reto de la vacunación que enfrentamos hoy, está claro que de poco servirá haber logrado el desarrollo de las vacunas contra COVID-19 en tiempo récord, si no conseguimos que lleguen a los brazos de las personas, si permitimos que esta carrera la ganen los mitos, las noticias falsas, las teorías conspirativas y el miedo, que han viajado a mayor velocidad que los mismos biológicos.

En este contexto, las redes sociales son grandes protagonistas; llegaron, se quedaron y cambiaron la forma de entretenernos, informarnos y comunicarnos. Para comprender los alcances de su influencia, es importante dar un vistazo a los datos. ¿Cuántos como nosotros utilizan de manera activa las redes sociales? En el mundo[2] hay 4.200 millones de usuarios mensuales de estas plataformas, un número que crece a diario, en promedio, en 2 millones de usuarios nuevos. Es fácil entender el ascenso de esta curva, ya que las redes se convirtieron en el medio por excelencia, para mantenernos conectados con el mundo durante el aislamiento y las cuarentenas. Algunos aseguran que este crecimiento fue del 72 %[3]; y no solo crece el número de usuarios, también el tiempo que invertimos en ellas. Se estima que el 15 % de nuestro tiempo de vigilia está dedicado a estas plataformas2.

Pero, ¿cuál es la reina de las redes sociales? Sin duda, Facebook2. Incluso, según rigurosos análisis realizados por el grupo activista Avaaz, se considera que esta plataforma ha sido el epicentro de la información errónea en esta pandemia. Sus políticas y medidas para proteger a los usuarios han sido calificadas como insuficientes y lentas. Mientras que la información vuela, nosotros nos movemos como tortugas tratando de contrarrestar sus efectos. Basta con un ejemplo: al comienzo de la pandemia esta plataforma se tomó hasta 22 días para etiquetar la información falsa[4]. Cuando se tomó la medida, la información no solo se había propagado, sino que también había mutado y había acarreado daños incalculables. Aunque, ¡ojo!, vuelve y juega, no podemos caer en la inocente conclusión de pensar que en las redes está la única y absoluta responsabilidad de los males contemporáneos.

Como en una tríada epidemiológica (imagen 1 y 2), las redes encarnan solo una parte de este universo, serían ese “ambiente propicio”, en el que se requiere una población vulnerable o susceptible y unos agentes causales.

Al hablar de población vulnerable me refiero a las personas más permeables, a quienes les resulta difícil discernir qué es cierto y qué no, producto de una sumatoria de fenómenos nuevos y antiguos. Aunque no soy experta en el tema, quiero mencionar algunos aspectos relevantes.

Por ejemplo, hay que reconocer que, desde el ámbito académico, profesional y científico, hemos mantenido a la población alejada de la ciencia; solemos encerrarnos en una burbuja impenetrable, que profundiza la brecha frente a los pacientes. Hoy esto nos está pasando factura.

A esta separación se suma otro fenómeno: el interesante proceso de toma de decisiones, las emociones, creencias, actitudes, el pensamiento seudocientífico, la ausencia de crítica, los prejuicios, nuestra mala relación con la estadística, la falta de alfabetización digital, mediática e informacional; el rechazo innato a la innovación, entre muchos otros.

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Y en la otra punta de la triada están los agentes diseminadores de información, conocidos como influenciadores: artistas, políticos, etc., que han convertido sus cuentas en espacios comerciales, por ejemplo, para recomendar sustancias no avaladas por la ciencia, un desafortunado ejemplo de experiencia personal convertida en prueba científica.

En resumen, lo que quiero evidenciar es que, más que un problema de información, estamos frente a un problema de comportamiento humano. Por eso, no deberíamos sorprendernos ante todo lo que pasa en nuestro país, en la región y en el mundo.

La solución: la alfabetización interdisciplinaria

Entendiendo la complejidad de la situación, debemos tener clara la complejidad de la respuesta. No hay soluciones perfectas, simplemente, necesitamos nuevas, más y mejores estrategias en el corto, mediano y largo plazo, partiendo de tres principios: no vamos a acabar con las redes ni con la desinformación, pero sí podemos controlar su incidencia. La situación que estamos afrontando no se soluciona únicamente con información, se requiere un trabajo multi e interdisciplinario. Y finalmente, como cualquier intervención en salud, necesitamos aproximaciones basadas en evidencia, entre otras, para comprender mejor el contexto.

Para ello, existe la infodemiología (epidemiología de la información —desinformación—), que usa y busca herramientas, métodos e intervenciones, como las de la epidemiología, para realizar no solo diagnósticos acertados, que permitan identificar a los más vulnerables y definir mejores intervenciones, sino también, para hacer seguimiento y evaluación de ello.

De igual forma, es esencial el trabajo con las comunidades y sus líderes, empoderarlos basándonos en la escucha auténtica, el respeto y la empatía. Tomar decisiones sobre la gente, con la gente, para que desarrollen capacidades y procesos que les permitan detectar la información falsa, manejarla y ser resilientes. Llegó la hora de sacudirnos y darle manejo adecuado a la infodemia, ubicarla en el lugar que le corresponde, ya que, puede estar seguro, esta es la madre de todas las estrategias no farmacológicas.

A la infodemia se debe responder igual que a la pandemia, con responsabilidades individuales y colectivas; con un llamado a la solidaridad y a la cooperación. Por tanto, hoy mi invitación consiste en reflexionar sobre la cuota que nos corresponde como individuos. No olvidemos que en cada profesional de la salud debe haber un alfabetizador y comunicador. Eso somos en esencia.

En medio de este mar informativo se requiere compromiso, contenido de calidad, creatividad y liderazgo, y en esto último, los profesionales de la salud tenemos saldo a favor: somos buenos influenciadores y aún mucha gente confía en nosotros como fuentes de información en la materia. Así que es hora de asumir un rol proactivo, salir de la zona de comodidad de la crítica ante lo que acontece, y pasar al lado de los que aportan soluciones.

No vamos a acabar con las redes ni con la desinformación, pero sí
podemos controlar su incidencia. La situación que estamos afrontando no se soluciona únicamente con información, se requiere un trabajo multi e interdisciplinario.

Preguntémonos cómo podemos ayudar a nuestra comunidad. Me refiero a pacientes, vecinos, familia. Independientemente de nuestra especialidad, tenemos la responsabilidad de informarnos bien para orientar a quienes consultan. Usted y yo podemos ser el único contacto que estas personas tienen con un trabajador de la salud.

Si somos activos en redes sociales, pongámonos en los zapatos de quienes están del otro lado de la pantalla, es esencial difundir información de salud de alta calidad. Recordemos que comunicar tiene tanto de talento como de entrenamiento; asesorémonos, consultemos y definamos los objetivos. Y si queremos ir más allá, extendamos estas preguntas y acciones a nuestra institución.

Tal vez ningún otro problema había exigido tanto trabajo en equipo: necesitamos a los gigantes de las plataformas para cuestionar temas legales, éticos, políticas de información, libertad de expresión, entre otros. También, debemos articularnos con sociólogos, psicólogos, periodistas, especialistas en marketing, científicos de datos y salud digital, por mencionar algunos. Este —el trabajo interdisciplinario en pro del beneficio de la población en materia de información—, es un llamado que se nos venía haciendo desde tiempo atrás, pero que, como muchas otras advertencias, no supimos escuchar oportunamente.

Hoy no podemos limitarnos a lamentar el pasado, debemos encarar el reto de salir pronto, y estar mejor preparados para las próximas epidemias que, sin duda, tocarán la puerta.

Recordemos, como bien ha declarado la Organización Mundial de la Salud: la curva de infodemia, también se puede aplanar[5].

Figura 1. Tríada epidemiológica tradicional.
Figura 2. Tríada de la infodemia.

[1] Búsquedas realizadas el 24 de febrero de 2021.

[2] https://blog.hootsuite.com/simon-kemp-social-media/

[3] Global Web Index

[4] https://secure.avaaz.org/campaign/en/facebook_coronavirus_misinformation/?slideshow

[5] https://www.who.int/teams/risk-communication/infodemic-management/1st-who-training-in-infodemic-management

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